(1812-1826)
Patria o muerte fue su credo. Tal sentimiento le nació al oír el toque de clarín con el que el General San Martín llamara en 1812 al cuartel de la Plaza de Retiro, a los que quisieran seguirlo. Con tal sentimiento hizo toda su campaña del llano y de las cumbres desde Montevideo hasta Ayacucho. En San Lorenzo fue herido, en Chacabuco dividió un cuerpo en dos a la voz “A sable los granaderos”. En Maipo rebanó cabezas de enemigos. En Cancha Rayada fue de los que detuvieron el avance realista en aquella noche tan triste como heróica. Su corazón latió firme al presentar armas, cuando su jefe proclamó la independencia de Chile y del Perú, y fue de los que con Suárez, Necochea y Lavalle afirmaron el fuerte renombre argentino en Río Bamba, en Pichincha, en Torata y en Moquehua, donde dejó girones de su cuerpo como si fueran de bandera, pues que todo él encarnaba la patria. Desde Ayacucho regresó con sus seis compañeros, los únicos que quedaban del Regimiento de 1812, y depositó con ellos en la Capital de Mayo su sable mellado, su lanza gastada, armas inútiles ya, como él, para el servicio de la Patria. Y murió, silencioso, porque ya no servía para su destino. Quizás alguno de los niños que envíe a sus amigos esta tarjeta, recuerdo de aquellos héroes anónimos que fueron miles, lleve su sangre, ignorándolo, porque en aquel entonces luchar por la patria y darle la vida era cosa natural que a nadie envanecía; y como los niños no sólo son hijos de sus padres, sino de todos sus antepasados, ante la figura de este viejo Granadero de San Martín, escuálido por la lucha, ha de repetir sin duda lo que de San Lorenzo, Chacabuco, Maipo, Pichincha se le enseñe en el hogar y en la escuela, con lo que recordará y hará propio el inmortal credo de su bien posible antepasado.
El texto corresponde a una antigua Tarjeta Postal.
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