El día del golpe, el jefe de guardia en la Casa Rosada era el teniente
granadero Aliberto Rodrigáñez Ricchieri, un hombre de baja estatura.
Tenía entonces 24 años, era soltero y su pasión era la música clásica,
que oía frecuentemente en el Teatro Colón. Su tatarabuelo paterno había
integrado el Ejército de los Andes y murió en acción, siendo su caballo
el único que regresó vivo de los miles
que salieron desde Mendoza y cruzaron la cordillera; por la rama
materna, estaba emparentado con el teniente general Pablo Ricchieri,
nacido en San Lorenzo, que fue ministro de Guerra de Julio Argentino
Roca, artífice de la organización del Ejército y el hombre que hizo
recrear el Regimiento de Granaderos, en mayo de 1903.
Cuando
Rodrigáñez Ricchieri advirtió que había tropas del Ejército que se le
venían encima. Tenía apenas treinta granaderos armados con sable corvo,
fusiles y dos ametralladoras, pero no vaciló. Hizo colocar las
ametralladoras en posición y ordenó cerrar las puertas de la Casa de
Gobierno. También le avisó al jefe de la tropa que avanzaba que abriría
el fuego si no se detenía. Los sitiadores se miraron entre sí. Uno dijo:
"¡Ese teniente de Granaderos está loco! ¡Treinta hombres contra todo el
Ejército!"
El general Alsogaray telefoneó al coronel Marcelo de
Elía, el jefe de Granaderos, que era amigo suyo y había compartido con
él cuatro años de prisión en el penal de Rawson por decisión de Perón.
El coronel le dijo al general que tenía razón, que el teniente estaba
loco, pero que también estaba cumpliendo con su deber, con la tradición
del regimiento, y que iba a defender al presidente de la Nación hasta el
último cartucho y luego con los sables. Aún más: le aclaró que aunque
la resistencia fuera inútil, no sólo no iba a ordenarle al teniente que
se rindiera, sino que también él mismo, el propio coronel, marcharía en
auxilio del teniente apenas sonara el primer disparo. Alsogaray se quedó
mudo. Sabía que ordenar el ataque sería una masacre de granaderos y
civiles que resultaría contraproducente. Entonces ordenó suspender las
operaciones.
Dentro de la Casa Rosada, en tanto, el brigadier Pío
Otero, jefe de la Casa Militar de la Presidencia de la Nación, intentó
convencer al doctor Illia de que renunciara. Le señaló que igual sería
tomada la sede gubernamental, pero con treinta muertos. El presidente
radical sólo aceptó que se fuera el personal administrativo. Otero habló
con el general Alsogaray. Le pidió que por nada se contestara con fuego
a un balazo que saliera de la Casa Rosada, que él intentaría convencer a
otros personajes radicales de que hicieran razonar a Illia. Cuando
Otero volvió, Ricardo Balbín y Carlos Perette ya no estaban. Alrededor
del Presidente, jóvenes radicales habían llenado su despacho. De pronto,
Illia fue hacia el dormitorio presidencial. Todos coincidieron en un
pensamiento: "¡Como Alem, se va a pegar un tiro!" Con emoción,
comenzaron a cantar el Himno. Illia le pidió su arma al edecán militar,
pero éste se la negó y le dijo: "Señor, mi primer deber es interponerme
entre el presidente de la Nación y la muerte.
El general Alsogaray,
descendiente de un héroe de la Vuelta de Obligado, sintió que el
Ejército se estaba hundiendo en el ridículo. Y le dijo al brigadier
Otero que iría personalmente a pedirle la renuncia a Illia. Otero le
hizo notar que eso era peligroso, que muchos jóvenes radicales estaban
armados. Alsogaray replicó que era un riesgo que debía afrontar. Antes
de entrar al despacho presidencial, le ordenó la rendición al teniente
Rodrigáñez Ricchieri. Este respondió: "Lo siento, mi general. Mi
obligación es defender al presidente de la Nación." Alsogaray entró en
el despacho presidencial y le exigió la renuncia al Presidente. Illia no
le contestó y el general se retiró. Tras mucho hablar, el brigadier
Otero logró al fin convencer al Presidente de que relevara a los
granaderos de la suicida misión de defenderlo. Illia aceptó. Otero se
apresuró a comunicarle la decisión a Rodrigáñez Ricchieri. Luego,
informó al general Alsogaray que no habría resistencia militar.
A la
madrugada del 28 de junio de 1966, el coronel Luis César Perlinger -que
en la década siguiente asesoraría a guerrilleros y sufriría prisión por
ello- fue elegido para dirigir la evacuación de la Casa Rosada.
Integrantes de la Guardia de Infantería recibieron la orden de
desalojar, pero sin tocar al Presidente, que no había renunciado. Esos
policías rodearon a los jóvenes radicales que habían hecho un cerco
alrededor de Illia, y los fueron llevando hacia la salida.
Illia
despreció el coche presidencial y también rechazó un auto oficial. A
cambio, detuvo un taxi que pasaba. Tanto su conductor como todos los que
miraban la escena se quedaron estupefactos. El presidente
constitucional recién derrocado subió al taxi y desapareció entre las
sombras de esa triste madrugada.
Texto: Andrés Bufali.-
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