18/4/16

LOS GRANADEROS

Los Granaderos a caballo son la epopeya de la revolución de la independencia. Cuéntanse diez y nueve generales y cerca de doscientos oficiales de todas graduaciones salidos de sus filas. Halláronse sus escuadrones en San Lorenzo, donde probaron sus sables, anchos en la punta, suavemente templados, de empuñadura delgada y montados con adorable equilibrio.
Sus escuadrones se encontraron sucesivamente en Montevideo, en Tucumán, en Mendoza, en Chacabuco, Talcahuano, Maipo, Lima, Junín y Ayacucho.
A las órdenes del comandante D. Juan Lavalle, se batió el suyo en retirada en Torata y Moquegua, atravesó a pie con el recado al hombro los arenales dilatados del norte del Perú pereciendo de sed; y llegó al Ecuador donde a vista del Chimborazo y de Bolívar, dos dignos testigos de sus hazañas, por sólo mostrar la pujanza de sus mandobles, se batieron con una división española de cuatrocientos hombres, éstos a lanza, a sable aquéllos, dejando ciento cincuenta muertos en cambio de algunos chuzasos recibidos. A la hazaña de Ríobamba se siguió la batalla de Pichincha.
En 1826 un día los vecinos de Buenos Aires acudían en tropel a ver entrar ciento veinte hombres al mando del coronel Bogado, últimos restos de los Granaderos a caballo, que volvían después de trece años de campañas por todas aquellas Américas, como ellos decían a deponer sus armas en el Parque de donde las habían tomado, anunciando que no quedaba un español armado en todo el continente. Sus armas y su estandarte formaron un trofeo en la sala de armas. La tarea estaba terminada. ¡No sabemos si la patria les dio las gracias! Siete soldados volvieron, los únicos que quedaron vivos o reunidos en cuerpo de los que salieron del Retiro. De éstos sí que sabemos que no fueron distinguidos por pensión ni gracia alguna.
Hasta la creación del Regimiento de Granaderos a caballo, el patriotismo y el valor habían disipado su fuerza en combates sangrientos en que perecieron a millares los más distinguidos ciudadanos. Los caminos que conducen al Alto Perú se veían desde 1811 adelante cubiertos de jóvenes de las primeras familias, estudiantes que abandonaban su carrera, comerciantes que cerraban sus almacenes para acudir a los campos de batalla, como el pueblo de París en los días gloriosos de la revolución marchaba a la frontera al grito de la patria en peligro. San Martín se propuso economizar hijos a las madres y brazos a la industria, montando esa mecánica humana que se llama regimiento, compuesta de articulaciones animadas, pero con una sola alma y un solo espíritu; máquinas de vencer resistencias, de matar en regla con pocos brazos y mucha potencia de destrucción. La táctica y la disciplina eran mucho; pero más era el espíritu moral de estos veteranos que debían imprimir su sello a todos los ejércitos. Tomó al efecto jóvenes robustos, bellos, educados en las maneras cultas, susceptibles de todos los sentimientos nobles. Hízoles llevar la cabeza erguida con exaaeración, y avanzar el pecho hacia adelante con altanería. Para atusarse los bigotes debían levantar ambos codos más arriba de la altura de la mano, y no dar vuelta la cara sin volver el cuerpo entero. El lenguaje insolente de estos matones debía corresponder a su talante; y sus actos a su lenguaje. Una sociedad secreta cuidaba de que todo insulto fuese lavado con sangre, y toda acción innoble trajese en pos la excomunión del mal caballero, a quien ninguno de sus compañeros dirigía la palabra hasta su separación del cuerpo. Permitidas las calaveradas extravagantes o licenciosas, con tal que fuesen de buen género y en buena compañía, estos bizarros jinetes, galanes rendidos, sableadores insignes, han dejado por toda la América rastros de proezas que es lástima no pueda la historia recoger, como el polvo que se pega a los grandes acontecimientos. De diez cuadras podía conocerse a la distancia un oficial del ejército de San Martín, por esa transfiguración del aspecto humano, obrada por la dilatación del espíritu; y hasta ahora es fácil conocer un viejo coronel o un simple soldado por la manera de llevar la cabeza a la Saint Just, mirando más arriba del horizonte.
Domingo Faustino Sarmiento

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